Volver sobre los pasos de la archiconocida (pre)historia del sandwich o “sánguche” como se le conoce en los países hispanoamericanos resulta una tarea vana. En el caso específico de Perú, la vasta tradición popular de comida callejera dio como fruto una no menos vasta estirpe de sangucheros dedicados a resumir en el cuerpo místico del pan las más jugosas y variadas carnes con la sangre de las más impensadas salsas: el pavo horneado, la pechuga de pollo deshilachada, el chorizo, el siempre noble hot dog, la hamburguesa, la milanesa de pollo, etc., perfectamente maridados con mayonesa, ketchup, mostaza, salsa tártara, salsa golf, salsa de aceitunas y muchísimas variedades de ajíes vernaculares como el rocoto. El pan es el de tipo “francés” -a veces el de yema con pintas de ajonjolí- y, por supuesto, no pueden faltar el huevo frito y el queso derretido sobre la carne. ¡Ascetas, a la hoguera o, mejor, a la parrilla como San Lorenzo!
Sin duda alguna, el sanguche peruano se ha vuelto casi un emblema del fast food criollo, infaltable en los desayunos heliogabálicos de nuestros domingos, con la abuela incluida: pan con chicharrón (guarnecido de camote frito y cebolla macerada con ají y limón), pan con salchicha revuelta en huevo, tamalitos y el infaltable café con leche. Ergo en Perú la tradición de comer sánguches acusa un largo camino de constantes metamorfosis que no cesan.